Wednesday, January 25, 2006

LA CIUDAD DE LOS LOCOS

La muerte como solución a una vida llena de errores. Frase de mentes que se pierden mientras vuelan en una dirección desconocida para los que eligen quedarse. Permanencia finita en la ciudad de los locos, pisadas de barro en las calles y pintadas de arena en las paredes que se resquebrajan por el dolor de unos inquilinos que se retuercen entre alaridos. Perros, gatos y ratones que juegan a volar desde altos tejados enrojecidos por el óxido que provocó antaño las lágrimas de su llanto. Grita, y nadie le oye reír, bajo sollozos, que todo se brinda de un color negro infinito y peligroso. El peligro juega a la ruleta rusa con las vidas de los obreros de la ciudad de los locos y se pasea escupiendo sangre a los perros y gatos, mientras patea a los ratones. Las vayas amarillas cortan el paso a la victoria de los malos y golpean en las rodillas a los buenos. De bruces en el suelo, el bueno grita al ratón azul que le perdone, pero el ratón azul sólo quiere el pedazo de queso sin espinas que le ofrece el malo. Éste ríe y golpea el suelo, que se rompe bajo sus pies de plomo enfermizo, por el sudor que le provoca la vida. Bajo el influjo de la envidia y la opresiva impotencia, un perro sacude su cuerpo mojado por el barro de las losas mal adheridas y exhala el humo del coche más cercano. El humo, acre y asfixiante, lo envuelve en un aura que lo aleja de la opulencia de los menos envidiosos. La envidia y la impotencia se transforman en una gran relajación que lo eleva por encima de los agresivos gatos y los molestos roedores.

Todos miran arriba, buscan la explicación y la mano de quien los guía cada vez que caminan por las aceras de perdición. El rencor blanco de sus negros corazones les golpea el pecho con una fuerza descomunal y aterradora. Apenas los contienen, les oprime el dolor de la pérdida de decisiones a tomar.
Una sombra grisácea los acecha como los acechaba el viejo halcón del olvidado molino. Se acerca y huele el miedo de sus corazones a punto de estallar. Sus caras pálidas, no sólo de temor, sino también de incredulidad, bajan sus ojos hacia el suelo. No se atreven a pisar sus miradas perdidas y la sombra se las arrebata dejando que sus sentimientos inexpresados consuman sus débiles cuerpecillos. Ahora, la sombra toma el color violeta y se aleja como en una eterna danza llena de violencia y sofisticación.
La ciudad de los locos ya no tiene sentimientos, y las calles desaparecen por las esquinas, y las paredes se derrumban bajo el suelo. Las alcantarillas succionan el agua de la lluvia antes purificadora, y las farolas repelen la luz de unas miradas que ya no brillan.
El bueno se levanta de su agonía y un fuerte puñetazo sale de su mano derecha para derribar a un malo moribundo en un rincón de su profunda desesperación. La colonia, de perros, gatos y ratones, olvida todo lo conocido y muerde hasta la muerte al bueno. Alguien grita en el olvido, pero los sordos ya son demasiados para entender la humanidad del mensaje. Las ideas se diluyen en el fondo de un vaso que sostiene un ser transparente apoyado en una farola fundida.
Los locos surgen de todos los rincones, pero el ser transparente no se mueve, permanece impasible ante la avalancha de almas en pena. Los perros, gatos y ratones caen para siempre de los tejados enrojecidos, ya no se despertarán para desvelar con sus estremecedores lamentos a los locos. Ellos toman el poder y el control de una ciudad olvidada por todos, fumigada y perseguida hasta por los halcones que murieron con sus presas a buen recaudo.
Los locos gritan, se sacuden, aplauden e incluso lloran su libertad, la cual se torna oscura e impenetrable. Provistos de armas tratan de romperla, la agrietan pero no la pueden franquear. La sangre fluye como el agua fluía antes por las alcantarillas. Y la sombra violeta corre, huye de la ciudad, recoge su valor, su fuerza y su maltrecha valía y quema el petate de sus recuerdos para no perderlos a manos de los locos que agonizan por no entender su libertad.
La ciudad de los locos ya no existe. Se ha perdido o se ha olvidado en un rincón de la mente al que ni las sombras más insignificantes llegan. Sólo ese ser transparente, que fragmenta el vaso de las ideas, puede tocar la ilusión etérea, frágil y ultrajada de la ciudad y la moldea hasta que se cansa, y la destruye para que ningún otro ser transparente, ni sombra, ni color, la toque o la cambie. Pero un día, no lejano a su entender, la liberará y todo lo que teme volverá a empezar, y lo destruirá a él y a su amarga ciudad de los locos.

Nagore Moreno Rivas

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